REPORTAJE: SUPERPRESIDENTA DILMA
Manda ella
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ
Tras un año en el poder, la
presidenta de Brasil despide a ministros implicados en casos de
corrupción, batalla contra sueldos demasiado elevados de los altos
cargos y lucha por una reforma seria de la Administración. Su liderazgo
se ha acrecentado y nadie le ve alternativa
Dilma Rousseff era un misterio,
incluso para muchos de quienes la votaron como presidenta de Brasil hace
un año. La mayoría pensaba que era una creación de su predecesor, el
gran Luiz Inácio Lula da Silva, y que su imagen, poco sentimental y nada
sonriente, ocultaba a una simple gestora, que tendría que pedir ayuda
para mantenerse en el poder. Han pasado solo 10 meses desde que tomó
posesión y Dilma, como se la conoce popularmente, ha conseguido algo que
parecía imposible: sin cambiar su estilo, serio y nada complaciente,
disfruta de un 71% de popularidad y nadie, ni dentro ni fuera, tiene la
menor duda sobre quién manda en Brasil.
La presidenta no ha dulcificado
su imagen ni su manera de trabajar, frente a quienes le advertían de que
la sociedad brasileña valoraba sobre todo el carisma y la proximidad de
sus líderes. Dilma sigue teniendo fama de genio fuerte, de exigir un
trabajo extenuante a sus colaboradores, de callarles con una mirada y de
gustarle muy poco las fotos en familia. Y, sin embargo, la biografía de
Dilma Rousseff, que cumplirá 64 años en diciembre, siempre ofrece
sorpresas. Por ejemplo, se ha llevado a su madre, la "verdadera Dilma",
como se llama a sí misma, una mujer de 86 años, y a la hermana de su
madre, la tía Arilda, de otros tantos, a vivir con ella en la residencia
oficial de Planalto, como haría cualquiera de los millones de mujeres
que se hacen cargo de sus parientes mayores, tengan o no hermanos, y
tengan o no mucho trabajo.
La presidenta brasileña llega
habitualmente a su despacho a las 9.15 y se va pasadas las nueve de la
noche, pero los fines de semana, siempre que puede, se va a Porto
Alegre, a ver a su única hija, Paula, y a su único nieto. Gabriel, un
simpático rubito de 10 meses, apareció junto a su abuela el pasado 7 de
septiembre durante el desfile del Día de la Independencia, que ella
presidía por primera vez, pero no hay disponibles más que unas pocas
fotos de agencia. En muchas ocasiones, Dilma coincide en Porto Alegre
con el padre de Paula, su segundo marido, el gran amor de su vida, al
que puso en la calle el día que descubrió que estaba esperando un hijo
con otra mujer, pero con el que, con el paso de los años, ha vuelto a
reanudar una buena amistad.
Algunas de las personas que
asistieron al mismo desfile del Día de la Independencia profirieron
gritos contra la corrupción y, en pequeños grupos, se lanzaron a lavar,
con agua y jabón, las entradas de los cercanos ministerios. Pero los
gritos no iban contra Dilma Rousseff, sino que eran, por el contrario,
manifestaciones de aliento para la presidenta. Uno de los elementos que
comienza a caracterizar el mandato de Dilma Rousseff es, precisamente,
la lucha contra la corrupción a altos niveles. En menos de 10 meses,
cuatro ministros de su Gobierno, implicados en casos de corrupción, han
tenido que dejar sus cargos. "La presidenta no hace nada para proteger a
los acusados de corrupción, como podía pasar antes. Les deja caer sin
pestañear", asegura un diplomático brasileño, que no oculta su
admiración.
Dejar caer al ministro Palocci,
un gran amigo de Lula, que la había acompañado durante toda la campaña,
fue complicado. Pero todavía más sustituirlo por alguien poco conocido,
una mujer, la senadora Gleisi Hoffmann, de 48 años, con fama de ser tan
dura y seria como ella misma. Tampoco fue fácil enseñarle la puerta de
salida a ministros que pertenecen a otros partidos, que forman parte de
la coalición de gobierno y que son imprescindibles para la buena marcha
de la legislatura. En esos otros casos, Dilma no tuvo más remedio que
dejar en manos de los propios partidos los nombres de los sucesores.
"¿Por qué Dilma, de cuya integridad y entereza nadie duda, se somete a
esa clase de juego? Porque así se juega la política en Brasil", escribió
el periodista Eric Nepomuceno. Dilma Rousseff necesita el apoyo no solo
de su partido (el Partido de los Trabajadores, PT) sino también, y
sobre todo, del Partido Movimiento Democrático Brasileño, el famoso
PMDB, donde muchos sitúan un importante foco de corrupción.
La gran pregunta que se formulan
hoy muchos brasileños es si la presidenta seguirá adelante con esa
limpieza. Ella explicó en una ocasión el sentido de esa lucha, que no es
solo ético, sino también pragmático: "Tenemos que responder a las
demandas de un país emergente profesionalizando el servicio público,
promoviendo a las personas de acuerdo con su mérito". "Ningún país ha
alcanzado un elevado nivel de desarrollo sin reformar el servicio
público", insistió recientemente. En Brasil, todo el mundo sabe que esa
reforma pasa necesariamente por bajar los niveles de corrupción y la
gran mayoría apoya los pasos que va dando en ese camino, entre ellos, la
batalla que acaba de lanzar contra los supersalarios de políticos y
altos funcionarios, que pueden superar los 25.000 euros mensuales en un
país donde un salario normal ronda los 300 euros.
Dentro de esta línea se puede
inscribir su resistencia total a cualquier proyecto que pretenda
reglamentar desde el poder el control de los medios de comunicación. En
el 4º congreso de su partido, el PT, el pasado mes de septiembre, hubo
serios intentos de promover una ley "para la reglamentación social de
los medios", inspirada en otras leyes que han ido surgiendo en los
últimos tiempos en la vecina Argentina y en otros países
latinoamericanos. "No conozco otro control de los medios que el control
remoto de la televisión", zanjó la presidenta.
En solo 10 meses, Dilma Rousseff
ha introducido bastantes cambios, muchos de ellos discretos, con su
habitual estilo serio y, a veces, incluso hosco. Ya nadie recuerda que
la noche de su victoria electoral prácticamente todos los medios
brasileños hablaron de "la victoria de Lula", ignorando a la propia
vencedora. La única elegante fue Marina Silva, la exministra que dirige
el movimiento ecologista, que la saludó como "la presidenta de todos los
brasileños" y le deseó suerte. "Es seguro que Dilma no habría podido
ganar las elecciones sin el apoyo, militante y entregado, de Lula, pero
también lo es que para gobernar Brasil no basta solo con ese apoyo. Hace
falta mucho más", reconoce un miembro de su Gabinete.
Si bien es cierto que Dilma
Rousseff no ha cambiado de carácter según subía los peldaños del poder,
también lo es que su aspecto físico ha sufrido una notable
transformación, sobre todo a raíz de padecer un cáncer linfático,
felizmente superado. Las fotos demuestran que la presidenta brasileña
lleva un corte de pelo mucho más moderno del que lucía hace unos pocos
años, de un color algo más claro; que ha corregido su fuerte miopía para
suprimir las grandes gafas de su juventud, y que, como muchas
compatriotas, ha recurrido a la cirugía estética para eliminar arrugas y
ojeras. Tomó posesión vestida de blanco y ahora frecuenta trajes de
chaqueta de corte formal, pero de vivos colores.
"No es fácil ser la primera
mujer en dirigir tu país. No es fácil gobernar un país emergente, más
difícil todavía si es un país tan enorme y globalmente relevante como
Brasil. Brasil está viviendo un momento único, una gran oportunidad que
requiere un líder con experiencia sólida y firmes ideas. Dilma ofrece
precisamente esa virtuosa combinación. Y además es una mujer valiente,
que se enfrentó a una dictadura militar y que dedicó su vida a construir
una alternativa democrática", comenta Michelle Bachelet, otra mujer que
fue presidenta de su país, Chile, y que alcanzó también índices de
popularidad equivalentes a los de su colega brasileña.
Es bien sabido que la
sorprendente biografía de Dilma Rousseff incluye en su juventud una
etapa como miembro de un grupo armado, lo que la llevó a ser detenida y
torturada y a permanecer más de dos años en la cárcel. Curiosamente, son
los dos únicos presidentes latinoamericanos en ejercicio que han pasado
por una experiencia semejante, Dilma Rousseff y el uruguayo José
Mujica, exdirigente de los tupamaros, quienes mejor aceptan que los
movimientos armados latinoamericanos cometieron graves errores,
reivindicando, al mismo tiempo, a aquellos de sus compañeros que
perdieron la vida en los años de plomo.
Los dos presidentes, al igual
que la propia Michelle Bachelet, que no fue guerrillera, pero que
también fue detenida y torturada, han renunciado a impulsar la revisión
de las leyes de amnistía que, en los tres países, amparan a los
responsables de la dictadura y que provocan las criticas de
organizaciones de defensa de los derechos humanos. Tanto la presidenta
brasileña como Mujica defienden en su lugar la creación de comisiones de
la verdad, como la que se acaba de abrir en Brasil, que establezcan los
terribles hechos de la dictadura y ayuden a descubrir el destino de los
desaparecidos.
La independencia de Dilma
Rousseff es uno de los rasgos que más apoyo están logrando, incluso en
algunos sectores de la oposición, bastante descompuesta tras el fracaso
de José Serra como candidato del Partido de la Social Democracia
Brasileña (PSDB). La presidenta ha hecho públicamente algunos gestos de
reconocimiento del expresidente Fernando Henrique Cardoso, que ahora no
oculta su interés por su trabajo. Dilma ha propiciado un mayor
acercamiento en las siempre problemáticas relaciones con Estados Unidos,
cambiando la política respecto a Irán, ha aceptado un recorte
presupuestario de 50.000 millones de dólares nada más tomar posesión y
ha parado el "contrato del siglo" para la renovación de la fuerza aérea,
un proyecto muy cercano a Lula. Todo ello sin que se resquebraje su
extraordinaria relación personal con su mentor, que está cumpliendo lo
que prometió y desarrolla una intenta actividad internacional, lejos de
los asuntos internos. "La amistad y comprensión entre los dos es real y
muy profunda. Pueden discrepar en ocasiones, pero Lula siempre la
respaldará y Dilma siempre le admirará y le respetará", asegura un
representante de Itamaraty.
Quienes la rodean afirman que es
consciente del enorme poder que tiene como presidenta de la República y
que no tiene grandes problemas para ejercerlo. Defiende la intervención
del Estado en la economía y la continuidad de los planes sociales para
lograr arrancar de la miseria a los millones de brasileños que todavía
no han conseguido saltar a la pequeña clase media. La demostración de
ese poder tendrá su hora de la verdad cuando haya que fiscalizar el
desarrollo de las enormes obras que se llevan a cabo para el Mundial de
fútbol de 2014 y para los Juegos Olímpicos de 2016, que se celebrarán,
por primera vez en la historia, en Río de Janeiro. Para entonces deberá
haber revalidado su mandato en unas nuevas elecciones. Si todo sigue
como ahora, nadie dudará de quién será la candidata. -
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